Los meses de
confinamiento han tenido un efecto inesperado sobre el huerto: todo ha crecido
demasiado. Aunque pudimos hacer un par de cosechas solidarias, cuando por fin
entramos de nuevo a trabajar, de dos en dos y con todas las precauciones, nos
encontramos con que lechugas, acelgas, escarolas, nabos, kales, brócolis y
coliflores se habían espigado, habían crecido en exceso y ya no servían para el
consumo.
Es también
una buena lección para los que nunca habíamos visto estos productos fuera de
las estanterías del supermercado: las lechugas florecen, las escarolas también,
y lo hacen a lo grande, con plantas que fácilmente alcanzan más de 1,5 metros
de altura y flores azules.
Flores y
frutos que no habíamos visto nunca, como las vainas de las crucíferas. Ver una
coliflor o un brócoli fructificados es un espectáculo curioso: parece que han
enloquecido, que se han convertido en una versión delirante de lo que
habitualmente ponemos en nuestros platos.
En estas circunstancias, además de limpiar, quitar lo que se había echado a perder y poner en orden lo que podía salvarse, hemos tenido la oportunidad de recoger muchas semillas, que es una de las tareas importantes a la hora de tener un huerto ecológico: la producción de semillas.
La labor de
secado de las vainas, obtención de las semillas y almacenamiento lleva algo de
tiempo, claro, pero es una tarea relajante que, si la compartes con otros
miembros del grupo, da pie a conversaciones animadas que ayudan a conocerse
mejor, otra de las finalidades de un huerto formativo-comunitario: crear
relaciones sociales dentro del barrio.
Todavía nos
quedan semillas por recoger, pero ya tenemos claro que para el próximo otoño
podremos plantar nuestras propias semillas de kale, brócoli, nabo, habas,
guisantes, rúcula y, posiblemente, lechugas y escarolas y muchas más cosas.
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Flores de lechuga. |
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Flores de escarola. |
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